miércoles, 22 de febrero de 2012

Una mirada y pierdes el negocio

Entre las decenas de vitrinas perfectamente iluminadas y relucientes un grupo de prendas llamó mi atención y decidí parar a preguntar el precio. Es algo difícil, pues los ojos pasan por encima de miles y miles de piezas: collares, pendientes, pulseras, perlas perfectas de colores que van del negro verdoso al blanco más puro, engastadas en monturas de oro, plata, níquel, o metales que fingen serlo. Pero allí estaba yo ante la chica filipina de ojos semirasgados, piel morena y sonrisa inmensa que me veía desde la confianza: yo, a las claras, soy una extranjera y ella iba a ganar esta puja.
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Greenhills es uno de los lugares más famosos en todo Metro Manila, desde hacía años conocía del mercado y soñaba con caminar entre aquellos estrechos pasillos. Otra cosa era negociar las perlas o cualquier otra de las cientos de mercancías que allí se venden. Aunque muchos lo conocen como el mercado de Las Perlas, Greenhills es mucho más. En Filipinas, quizás por ser una cultura asiática muy influenciada por las forma de hacer de los estadounidenses, reinan los centros comerciales. Contrario al hecho de que en este país muchos productos vienen en los tamaños más inusitados y pequeños, en las construcciones de los mall optan por la inmensidad. En ocasiones hay hasta cuatro centros comerciales en una misma zona conectados por complejos pasillos internos para ir de uno a otro.

Pero el aspecto más novedoso para un occidental es que la gran mayoría de los mall son también una suerte de mercado. En algunos de los pasillos principales se desprenden otros, más recónditos, que llevan a tiendas tipo mercado. Informales, con las ropas colgadas de cuanto alambre pueda haber en una pared. En otros, los grandes almacenes ofrecen sus productos montando tarantines en medio de los pasillos con ofertas llamativas, apenas unos pasos más allá están las vitrinas y las tiendas constituidas.

Greenhills no escapa a este concepto. Una parte consta de tiendas de marcas conocidas en todo el mundo, con vitrinas blanquísimas y fotos de modelos occidentales o las más hermosas asiáticas del continente. Pero justo junto a uno de los cientos de Starbucks que hay en Manila está la entrada del mercado. Desde el techo hasta el suelo penden filas y filas de imitaciones de carteras de marcas reconocidas. A cada paso los vendedores te ofrecen catálogos. Hacer apenas una breve pausa, o mirar con interés una pieza, dará lugar a que el vendedor te atrape para tratar de ofrecer lo que estabas mirando o cualquier otra cosa que consiga endosarte.

Caminé con temor entre los pasillos, no por los peligros que puedan haber, sino por el riesgo de, sin quererlo, caer en las manos de un vendedor. Dependiendo de la hora el avance por las caminerías es lento por la gran cantidad de personas que visitan el lugar. Pero en aquella ocasión era de mañana y estaba bastante tranquilo, así que salí bien librada de los vendedores.

En la zona de las artesanías paré a mirar con interés unas paletas de madera perfectamente talladas para usar en la cocina, las tenía en mis manos y sonreía de gusto ante aquella bonita pieza. Primer error. En el mercado, donde impera la ley del regateo, nunca puedes mostrar especial interés por un artículo. Por fortuna contaba con un guía que entiende bien las reglas y es un negociador sagaz, así que él siempre se ponía tras la vendedora para darme luces acerca de la negociación. No fue acordado, pero agradecí el gesto, aunque indefectiblemente negaba con la cabeza en señal de que mis pasos iban por mal camino.

 Perdí el negocio con las paletas porque al verme interesada la mujer comenzó en 180 pesos (3.30 $ o 28. Bs calculados a dólar paralelo), cuando poco antes había pagado 50 pesos (1.06 $ o 9 Bs.) por otras dos paletas en una tienda formal de artesanías. Seguí mi camino con mi primera lección: la siguiente vez que paré a preguntar por las paletas me había armado con la mejor cara de poker de la que soy capaz. Estaba segura de que no demostraba nada, a no ser que el enfado contara como una expresión, aún así siempre me ofrecieron el mismo precio de entrada. Mi evidente aspecto de extranjera no estaba ayudando.

 Durante largo rato me perdí en los pasillos del mercado: vi desde vestidos y ropa playera hasta huevos de todo tipo. Hay incluso un piso entero de ventas de accesorios para celulares, laptops y hasta Ipads originales, cuyos precios son hasta 30 dólares por debajo del que tienen en una tienda formal.

 Sin proponérmelo llegamos a la zona de las perlas. Al menos 14 estrechos pasillos ocupan el espacio equivalente al centro de algún mercado libre caraqueño. La gran mayoría son dependientes mujeres enfundadas en burkas, filipinas musulmanas del sur del país.

Caminé entre las filas de perlas dejándome enamorar por los colores, los detalles perfectos y poco a poco fui comprendiendo la diferencia entre las perlas cultivadas y las hermosas South Sea, casi imposibles de pagar.

Tomé confianza y cuando reparé en aquellas hermosas piezas me detuve a verlas. La chica filipina, que en este caso no llevaba burka, me mostró cada uno de los conjuntos que vi con interés, me dejó probarlos y para cuando pregunté el precio me dio uno inmenso. “Imposible, es muy caro”, le dije con aplomo.

Optó por la calculadora e hizo complicadas operaciones para bajar apenas unos pesos. Negué con la cabeza usando un efecto teatral del que me sentí orgullosa.

 Esperé el resultado, pues yo ya estaba entrenada. El siguiente paso de ellas siempre es el mismo: preguntar cuanto estás dispuesto a pagar pero, si caes en la tentación, fijas tu posición y dejas ver cuanto llevas en la bolsa.

Otra oferta común es cambiarte el artículo por uno que te den con precio más bajo. Una vez más es una suerte de trampa, debes insistir que lo que quieres es el primer objeto que viste que es por lo que estás negociando.

 Logré bajar unos 200 pesos y me sentí triunfadora pero ella optó por cambiar la jugada y ofrecerme otro conjunto de los que yo había escogido. Seguimos durante un rato, más bien breve, hasta que pise el peine y fije un precio por los dos conjuntos, ella me miró triunfadora, mientras mi Vicente Emparan particular negaba con la cabeza y me aseguraba que pude bajar más.

Una vez que puse el dinero en manos de la chica lo agitó y golpeó las perlas en repetidas ocasiones con los billetes. Es una costumbre común que presumo es para atraer las ventas, pues además en las vitrinas siempre hay billetes sobre las perlas.

Me sentí más segura y compré algunas cosas más, siempre dispuesta a bajar el precio al menos a la mitad de lo que me ofrecían.

 En mi camino vi a un estadounidense enfrascado en negociar un Rolex de perfecta imitación por unos 34 mil pesos filipinos (790 $ o 6.715 Bs). El hombre se notaba feliz, pero mi guía me explicó que podía haber pagado 300.

Entre unos amigos locales es famosa la historia de un americano adinerado que se adentró en los pasillos de Divisoria, otro mercado similar a Greenhills, y tras hora y media de duro regateo logró llevarse un Rolex de la mejor calidad de imitación por 8 mil pesos, (menos de 200 dólares).

Ganar en el mercado es equivalente a una puja agotadora, más psicológica que física, pero solo un movimiento de los ojos es capaz de mostrar que estás comenzando a flaquear y tu adversario -vendedor en este caso- ganará o, más simple aún, te irás sin el objeto que deseas.

 El arte de la negociación es uno delicado en estas tierras, dicen que los filipinos son de los más arteros y hay que cuidarse de ellos. Ganarles la jornada es un triunfo especial de la fuerza y el aguante y el premió, no solo es la pieza escogida, sino saber que la lidiaste hasta el final. Salí del mercado satisfecha con mi compra, pero me prometí volver pues, si uno tiene sangre de árabe, es un reto personal ganar una puja de regateo hasta que tu contendor se ofenda o sea él quien se agote.

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