sábado, 11 de agosto de 2012

Una lluvia horizontal



Después de siete meses en Manila pensé que había llegado a comprender en buena medida a los filipinos y su geografía, pero apenas llegó julio vi que estaba equivocada: cuando comienzan las lluvias todo cambia... Un cielo gris se ha instalado como un techo aplastante sobre la isla de Luzón. Durante los pasados días soleados la gente se abrigaba bajo las sombrillas para proteger su piel en aras de mantenerla lo más clara posible, pero con la llegada de la temporada de tifones ese símbolo, casi estético, es remplazado por una lucha permanente con las lluvias y los vientos que destruyen los paraguas haciéndolos tomar las formas más insólitas.

Los filipinos son gente más bien menuda pero eso no es equivalente al temple que demuestran  para enfrentar, no una lluvia ocasional que pueda desatar una catástrofe en un país con 80% de pobreza y casi 100 millones de habitantes. Se trata de la certeza de que cada año decenas -como una perspectiva optimista- o cientos como suele ser, morirán cuando el archipiélago sea azotado como un velero en medio del mar.

 La primera alarma de tifón llegó una noche de domingo de julio, primero vimos los efectos y pronto entendimos de qué se trataba. La lluvia parecía venir en todas direcciones, las palmeras bailaban enloquecidas. Ese día lo único que quería era alejarme de la orilla del mar y llegar a la ciudad donde vivo, lejos de la costa y más bien alta (Metro Manila está integrada por distintas "ciudades" que para el caso son más bien urbanizaciones gobernadas cada una por un alcalde). Fue una lucha contra el viento: tomamos un taxi desesperadamente y en el camino pudimos ver como la gente peleaba para evitar que la brisa le arrancara los paraguas que, vale decir, en esos casos prestan una ridícula protección solo para la coronilla.

Cada alarma de tifón o lluvias extremas implican la suspensión de clases y, si es muy grave, de las actividades laborales del gobierno y a veces también de los privados. Pero cuando vives aquí ya no necesitas ver las noticias para saber que tan serio es el caso. Se te instala un detector de alarma de tifón en el cuerpo, se siente en la brisa que te empuja de la acera a la calzada y te impide caminar, o en la lluvia furiosa que pareciera correr horizontal por el terreno.

El sábado 4 de agosto comenzó de nuevo, pensamos que era lo de siempre y apenas un rato. 24 horas más tarde las palmeras parecían haberse resignado a mantener las hojas en una misma dirección, suspendieron las clases y las actividades. Siguió lloviendo. Una tormenta eléctrica decidió estacionarse sobre la isla, era la certeza de que el agua seguiría azotando. Ya para el lunes los ríos se habían desbordado, y a ratos parecía haber un apagón total, la fuerza de la lluvia hacía imposible ver las luces de la ciudad y ni siquiera el edificio de enfrente, el agua sonaba en los ventanales como granizo, golpeando y golpeando de nuevo. El miércoles hubo un respiro, pero a los lejos en las noches seguimos contemplando con temor la tormenta eléctrica. Si en Venezuela lloviera de esta manera en apenas unos días muy posiblemente habría cinco tragedias como la de Vargas en 1999.

Hasta el pasado miércoles 60% de Metro Manila estaba bajo las aguas, la gente cruzaba las calles a nado. Ha habido al menos 66 muertos en la capital y zonas aledañas, 2 millones de afectados y 300 mil damnificados están en refugios... Pero estamos apenas en agosto y los filipinos lo aceptan con resignación y estoicismo: Vuelven al trabajo, quienes perdieron su casa terminarán mudándose a otras zonas que colapsarán con una lluvia futura, la gente se apiña en los jeepneys para regresar a los trabajos pasando por donde se pueda, renuevan la colección de paraguas y siguen adelante. Aquí ni la muerte multitudinaria detiene el ritmo frenético de Asia. Es agosto y la temporada de tifones y tormentas llega cada año en julio y se queda hasta octubre.

viernes, 27 de abril de 2012

Más blancos, por favor


En el supermercado todas las chicas al servicio son casi idénticas: sus rostros blanquísimos de maquillaje contrastan con la piel tostada de sus brazos, mientras las pantimedias claras ocultan el tono real de sus piernas. Maquilladas a la perfección, pequeños aretes de perlas, labios rojos, sonrisa amigable, cabello recogido en un pequeño moño bajo. Casi siempre son, o parecen, muy claras de piel. El modelo de la chica cajera se reproduce en miles de vendedoras y meseras en tiendas y restaurantes de toda Filipinas.

En medio de esas sonrisas que le son tan comunes y que tanto dicen de su buena disposición de servicio, se esconden otras cosas. Toda sociedad tiene sus oscuridades, y no solo que uno de sus platos típicos sea el pato no nato. En este país buena parte de la gente es de piel morena, es un color canela que los hace diferentes en Asia, y para mi, les da su toque especial. Pero para un grupo importante de la población mientras más clara es la piel más hermoso se les considera. Además, la misma chica blanquísima suele ser también de talla pequeña.


Pero son las mestizas, como Georgina Wilson, las mujeres más bellas del archipiélago. Son hijas de la mezcla de una madre filipina y un padre que, casi siempre, es un estadounidense, uno de los cientos que suelen venir a esta tierra en busca de compañía amorosa, bien sea temporal o permanente. Las jóvenes que resultan de esa unión acaban, en su mayoría, en la televisión, en los shows, y las vallas publicitarias. Además de los ojos claros, tienen curvas, en un país de chicas delgadas cuya edad es imposible adivinar pues parecen menores.

Estrella canela

Dicen en Filipinas que ese racismo a la oriental fue lo q llevó a que Charice Pempengco, la joven filipina de 20 años, cuya voz extraordinaria ha sido una revelación en Estados Unidos, no ganara en su tierra el concurso más importante de canto, Little Big Star, un American Idol filipino. Su fenomenal arte se vio "opacado" por una poco encomiable valoración de sus coterráneos.


Charice se parece a muchas filipinas, es morena, baja de estatura, y aunque pequeña no es de la talla que se considera más hermosa. Su historia es de maltrato pues su mamá, su hermano y ella, que tenía apenas dos años, debieron huir de un padre que les golpeaba. Siguieron adelante mientras Charice se dedicó a cantar desde su infancia. Como a ella, a los filipinos les encanta la música y lo hacen muy bien. Charice asistió a más de 100 concursos de canto desde los 4 años y a los 17 alcanzó Little Big Star, fue descalificada pronto pero luego la hicieron volver y quedó de tercera. El ganador -un chico blanco y delgado- hoy debe soñar con la fama de Charice.

Pero en su caso se cumplió el dicho: “nadie es profeta en su tierra”. Charice fue descubierta por Oprah Winfrey cuando ya era un fenómeno en Internet. Luego de viajar a Estados Unidos se convirtió en la diva que es hoy. En una de las grandes avenidas de Manila veo un afiche gigante de su próximo concierto y me preguntó cómo será para ella volver a su tierra hecha una diosa musical, y qué pensarán sus coterráneos de su éxito.

A la sombra

Pero los filipinos están dispuestos a llevar su deseo de blancura a su genotipo, de alguna forma. La inmensa gama de productos cosméticos, desde jabones a cremas de todo tipo, incluyen blanqueadores. Además, decenas de tratamientos faciales y de belleza son ofrecidos con la opción del aclarado de la piel. Han ido más lejos aún: muchos optan por inyectarse una enzima, glutatión, que los locales aseguran que contribuye a que la piel se haga más clara.

En las calles de la ciudad, con un calor de más de 30 grados, decenas de chicas filipinas se apiñan bajo sus sombrillas caminando siempre por cualquier lugar que ofrezca un poco de cobijo del sol. En otras partes, como en las playas, muchos empleados de resorts parecen auténticos beduinos: cubren sus rostros con pañuelos, la cabeza con paños que parecen turbantes y camisas con mangas hasta las manos. Las mujeres pocas veces usan traje de baño que es sustituido por shorts y franelas, y, aunque una de las razones es que se sienten apenadas de mostrar su cuerpo, también es por protegerse del sol, bajo el cual permanecen el menor tiempo posible. Han intentado y siguen haciendo todo, todo para protegerse de ser más de su color.

viernes, 20 de abril de 2012

Una fe de la radicalidad a la tolerancia


Es apenas un chico de unos 16 años: delgado, desgarbado, con los ojos semiachinados, tan típicos en los filipinos, lleva jeans, tenis, y franela, y su Smartphone pende de su cuello en un llamativo estuche, a fin de cuentas es un adolescente más. Nos separan tres puestos de distancia en el Mc Donald´s, y veo en su actitud algo que llama mi atención. Mira su hamburguesa con evidentes deseos de atacarla a mordiscos, pero hace una mueca, cierra los ojos por un instante, y se persigna. La acción tiene un efecto reflejo entre los seis amigos que lo acompañan en la mesa. Creo que incluso en un lugar tan santo como el mismo Vaticano, ver a un grupo de adolescentes comunes mostrar ese fervor sería, por decir lo menos, una rareza.

Pero esto es Filipinas y aquí, en las más de 7 mil islas que integran el archipiélago, los feligreses se desbordan de las puertas de las iglesias a cada horario de la misa. Son como mareas de personas, las más creyentes que jamás he visto.

La fe de los filipinos está en cada esquina: muchos taxistas llevan un rosario colgado en el retrovisor, y al pasar frente a las puertas de las muchas iglesias de Manila, lo tocan y se persignan. En medio de uno de los centros comerciales más hermosos y cosmopolitas de la capital hay una iglesia a la que acuden decenas de fieles, antes, durante, o después de sus compras. Otro templo está en las propias entrañas de GreenHills, uno de los principales mercados de la ciudad.

Pero aquí la superficialidad que para muchos pueden significar los inmensos mall que hay por todo Metro Manila, para la Iglesia no son más que otro lugar en el cual asistir y acompañar a sus fieles. Recuerdo que un sábado caminaba por los pasillos repletos de gente de Glorietta, un mall, cuando en medio, en la zona destinada a los conciertos, veo un sacerdote dando una misa que se transmite, además, por inmensas pantallas y parlantes. En los pasillos la gente con sus bolsas estaba de rodillas a la hora de la eucaristía, mientras el resto seguía con sus compras.

Juntos para siempre

Filipinas es el único país del mundo donde no existe el divorcio, ni siquiera civil. Es un bastión que la Iglesia Católica se ha preocupado por mantener intocable. Incluso el actual Presidente del país ha dicho que durante su gestión no se discutirá el tema, aunque si cree que se deben incentivar programas de control de la natalidad.

Acá La infidelidad se paga con cárcel. Si la pareja se separa y alguno inicia una nueva relación pueden denunciarlo y esto lo llevara a prisión, mientras él o la consorte será impuesta de una caución para impedirle acercarse a su pareja. Separarse, si el matrimonio solo fue por civil, tiene un costo de unos 200 mil pesos filipinos (4650 $ o 39 millones de Bs. Calculados a dólar paralelo). Pero se requieren, además, varios testigos que den constancia de que el matrimonio fue bajo coacción.

Más que fervor

La Semana Santa es casi una obligación en el país para propios y extraños. Un día de la pasada Semana Mayor el mesonero de un restaurante me aseguró que no me podían dar una hamburguesa de carne Angus porque no se podía por la Semana Santa. Mi cara de perplejidad no hizo mella en su convicción de hacerme entrar por el camino del ayuno, como si su misión fuera colaborar en la salvación de mi alma y no en que me sintiera una feliz comensal.

El jueves santo simplemente la ciudad ha muerto: los locales y centros comerciales están cerrados, solo quedan abiertas algunas cadenas de restaurantes o tiendas de paso. Cerca de casa, en un boulevard, se instalaron las estaciones del Vía Crucis, pero este era interactivo: en una de ellas la gente podía dedicarse a tachonar clavos en unas maderas que emulaban la cruz -para sentirse, supongo, el malo de la historia-, en otra escribías algún mal que hubieras hecho a otra persona y más adelante, siempre que siguieras las estaciones, podías depositar  el papel en una caja y obtener perdón. En otro punto habían dispuesto unas cuatro cruces para que la gente hiciera un periplo con ella a cuestas y se dejaran fotografiar. La gente participaba como sí, efectivamente, estuvieran viviendo el dolor de la crucifixión... Y algunos lo hacen.

Quizás lo que mejor muestra el fervor -para mí rayando en fanatismo- es la actividad del viernes santo en la población de San Pedro de Cutud. Allí la gente se flagela hasta hacerse sangrar y "literalmente" se crucifica, con clavos y pender de la cruz incluidos. Esta Semana Santa fueron 31 filipinos que, pagando promesa y pidiendo por la seguridad alimentaria de su familia, decidieron hacerse clavar a un madero.

Me he preguntado, y le he consultado a mis amigos locales, qué hizo de diferente la colonización española en esta tierra para lograr este nivel de compromiso religioso que aún perdura. He buscado en los museos de la historia de Filipinas, pero ni los amigos ni la historia me han ofrecido una respuesta.  La colonización aquí fue violenta, de la misma manera que hizo España en todas las tierras que tomó. Más duro aún, decenas de veces y países de diferentes latitudes trataron de invadir y tomar el archipiélago a lo largo de más de 600 años de historia.

Aún así los filipinos, la mayoría de ellos, siguen pegados a sus cruces y a sus hábitos religiosos. Pero con esa misma fe conviven la aceptación plena, y sin condenas,  de la homosexualidad y transexualidad de sus habitantes; igual que la prostitución como estilo de vida para miles de mujeres filipinas que se comercian y establecen previos acuerdos a la llegada de clientes extranjeros, aún en páginas de internet.

Sin duda, este es un lugar de contrastes.   




martes, 28 de febrero de 2012

Aborto de pato para merendar


Esa tarde me encontraba frente a aquella hilera de huevos idénticos, de forma más bien redondeada y de un gris intenso, parecían hechos en serie, no por una mamá pata en la naturaleza, sino por una maquina. Pero todos sin excepción me daban la sensación de estar descompuestos. Dentro, los más de 24  patitos que fueron fecundados estaban muertos y ahora permanecían en la estantería en una de los muchos “7 Eleven” que hay en Manila, listos para algún comensal.

Quizás mi cultura o el prejuicio eran mi impedimento, pero, a pesar de sentirme valiente, ya lo había decidido: no voy a comer balot por mucho que me aseguren que son exquisitos. Aún así podría ver cómo alguien lo comía.

En Filipinas la cocina no es tan ajena como se pudiera esperar. Muchos platos, en especial las carnes, son servidos en hoja de plátano y cocidos a la parrilla, lo que les añade un sabor delicioso. En buena medida el plato principal es el cochino, que es ofrecido de todas las formas imaginables: desde asados enteros aún con su piel, hasta cortados en diminutos trozos llamados “pork adobo cut”.  

Pero para los cientos de extranjeros que vivimos en el archipiélago el balot es un reto particular. Este pequeño engendro de pato -cocido antes de que su gestación esté terminada- es una exquisités para los locales. Lo venden en los mercados, en la calle, en las “Mini Stop” en cada esquina; y también lo sirven en los restaurantes con salsas elaboradas y hermosas presentaciones.

Le suelo preguntar a mis conocidos filipinos cómo llegaron a comerse un aborto de pato y cómo, además, se convirtió en una cosa tan frecuente y común. Y aunque, hasta ahora, nadie me ha dado una explicación específica, doy por sentado que algún ancestro sancochó un huevo de pato y al abrirlo se encontró con el pequeño cadáver, pero tuvo el valor de comerlo; quizás de allí en adelante se hizo una costumbre.

En las meriendas de oficina es común comerse uno o dos balot para resistir el trabajo de la tarde; una chica que conozco tuvo antojo especial de este tipo de huevos durante todo su embarazo; otros simplemente lo ponen dentro de un pan y lo disfrutan como si lo que llevara dentro fuera una lonja de jamón de pato. Otra amiga me juró que no se comía el pequeño patito, pero sí el huevo y el jugo que lo rodean. Para casi todos resulta gracioso la cara de horror que ponemos los extranjeros ante este, su “manjar”.

Pero uno de los extranjeros con los que llegué a este país sí que se determinó a comer balot. Tuvo la previsión de, primero, contemplar cómo lo comía una compañera local. Con sus manos pequeñas la chica golpeó el huevo por la parte superior y lo desconchó un poco. Luego, con cuidado, comenzó a abrirlo dejando ver hilos marrones y el líquido del mismo color que hay dentro, y lo aderezó con un poco de sal. En el fondo se veía al animalito que fue hervido mientras crecía. La chica se lo llevó a la boca y, como si apurara un vaso de agua, se comió el balot que, en dos segundos, desapareció por su garganta.

Tocaba el turno del extranjero que se preparó con un considerable baso de agua, servilletas y una papelera… Hizo el mismo procedimiento de la chica, pero apenas probó el jugo viscoso devolvió casi hasta la comida del día anterior. Con la cara aún enrojecida, prometió que nunca lo intentaría de nuevo.
Las patas que ponen los huevos de balot son criadas en fincas en todo el archipiélago. En las minitiendas los mantienen tibios y los filipinos aseguran que no pasan muchos días allí pues deben mantenerlos en buen estado, aunque yo me pregunto si eso es posible. 

En estas tierras sigo contemplando las hileras de balot en calles y locales y me sigue produciendo la misma inquietud. Muchos filipinos aseguran que tienen cualidades afrodisíacas, quizás a eso se debe su popularidad, y no descarto que la calidez que atribuyen a las mujeres de esta tierra este relacionada también con este “manjar”. 

* Pero si prefieren ver como la gente se come esta "delicia" local aquí un video de National Geografic

miércoles, 22 de febrero de 2012

Una mirada y pierdes el negocio

Entre las decenas de vitrinas perfectamente iluminadas y relucientes un grupo de prendas llamó mi atención y decidí parar a preguntar el precio. Es algo difícil, pues los ojos pasan por encima de miles y miles de piezas: collares, pendientes, pulseras, perlas perfectas de colores que van del negro verdoso al blanco más puro, engastadas en monturas de oro, plata, níquel, o metales que fingen serlo. Pero allí estaba yo ante la chica filipina de ojos semirasgados, piel morena y sonrisa inmensa que me veía desde la confianza: yo, a las claras, soy una extranjera y ella iba a ganar esta puja.
***

Greenhills es uno de los lugares más famosos en todo Metro Manila, desde hacía años conocía del mercado y soñaba con caminar entre aquellos estrechos pasillos. Otra cosa era negociar las perlas o cualquier otra de las cientos de mercancías que allí se venden. Aunque muchos lo conocen como el mercado de Las Perlas, Greenhills es mucho más. En Filipinas, quizás por ser una cultura asiática muy influenciada por las forma de hacer de los estadounidenses, reinan los centros comerciales. Contrario al hecho de que en este país muchos productos vienen en los tamaños más inusitados y pequeños, en las construcciones de los mall optan por la inmensidad. En ocasiones hay hasta cuatro centros comerciales en una misma zona conectados por complejos pasillos internos para ir de uno a otro.

Pero el aspecto más novedoso para un occidental es que la gran mayoría de los mall son también una suerte de mercado. En algunos de los pasillos principales se desprenden otros, más recónditos, que llevan a tiendas tipo mercado. Informales, con las ropas colgadas de cuanto alambre pueda haber en una pared. En otros, los grandes almacenes ofrecen sus productos montando tarantines en medio de los pasillos con ofertas llamativas, apenas unos pasos más allá están las vitrinas y las tiendas constituidas.

Greenhills no escapa a este concepto. Una parte consta de tiendas de marcas conocidas en todo el mundo, con vitrinas blanquísimas y fotos de modelos occidentales o las más hermosas asiáticas del continente. Pero justo junto a uno de los cientos de Starbucks que hay en Manila está la entrada del mercado. Desde el techo hasta el suelo penden filas y filas de imitaciones de carteras de marcas reconocidas. A cada paso los vendedores te ofrecen catálogos. Hacer apenas una breve pausa, o mirar con interés una pieza, dará lugar a que el vendedor te atrape para tratar de ofrecer lo que estabas mirando o cualquier otra cosa que consiga endosarte.

Caminé con temor entre los pasillos, no por los peligros que puedan haber, sino por el riesgo de, sin quererlo, caer en las manos de un vendedor. Dependiendo de la hora el avance por las caminerías es lento por la gran cantidad de personas que visitan el lugar. Pero en aquella ocasión era de mañana y estaba bastante tranquilo, así que salí bien librada de los vendedores.

En la zona de las artesanías paré a mirar con interés unas paletas de madera perfectamente talladas para usar en la cocina, las tenía en mis manos y sonreía de gusto ante aquella bonita pieza. Primer error. En el mercado, donde impera la ley del regateo, nunca puedes mostrar especial interés por un artículo. Por fortuna contaba con un guía que entiende bien las reglas y es un negociador sagaz, así que él siempre se ponía tras la vendedora para darme luces acerca de la negociación. No fue acordado, pero agradecí el gesto, aunque indefectiblemente negaba con la cabeza en señal de que mis pasos iban por mal camino.

 Perdí el negocio con las paletas porque al verme interesada la mujer comenzó en 180 pesos (3.30 $ o 28. Bs calculados a dólar paralelo), cuando poco antes había pagado 50 pesos (1.06 $ o 9 Bs.) por otras dos paletas en una tienda formal de artesanías. Seguí mi camino con mi primera lección: la siguiente vez que paré a preguntar por las paletas me había armado con la mejor cara de poker de la que soy capaz. Estaba segura de que no demostraba nada, a no ser que el enfado contara como una expresión, aún así siempre me ofrecieron el mismo precio de entrada. Mi evidente aspecto de extranjera no estaba ayudando.

 Durante largo rato me perdí en los pasillos del mercado: vi desde vestidos y ropa playera hasta huevos de todo tipo. Hay incluso un piso entero de ventas de accesorios para celulares, laptops y hasta Ipads originales, cuyos precios son hasta 30 dólares por debajo del que tienen en una tienda formal.

 Sin proponérmelo llegamos a la zona de las perlas. Al menos 14 estrechos pasillos ocupan el espacio equivalente al centro de algún mercado libre caraqueño. La gran mayoría son dependientes mujeres enfundadas en burkas, filipinas musulmanas del sur del país.

Caminé entre las filas de perlas dejándome enamorar por los colores, los detalles perfectos y poco a poco fui comprendiendo la diferencia entre las perlas cultivadas y las hermosas South Sea, casi imposibles de pagar.

Tomé confianza y cuando reparé en aquellas hermosas piezas me detuve a verlas. La chica filipina, que en este caso no llevaba burka, me mostró cada uno de los conjuntos que vi con interés, me dejó probarlos y para cuando pregunté el precio me dio uno inmenso. “Imposible, es muy caro”, le dije con aplomo.

Optó por la calculadora e hizo complicadas operaciones para bajar apenas unos pesos. Negué con la cabeza usando un efecto teatral del que me sentí orgullosa.

 Esperé el resultado, pues yo ya estaba entrenada. El siguiente paso de ellas siempre es el mismo: preguntar cuanto estás dispuesto a pagar pero, si caes en la tentación, fijas tu posición y dejas ver cuanto llevas en la bolsa.

Otra oferta común es cambiarte el artículo por uno que te den con precio más bajo. Una vez más es una suerte de trampa, debes insistir que lo que quieres es el primer objeto que viste que es por lo que estás negociando.

 Logré bajar unos 200 pesos y me sentí triunfadora pero ella optó por cambiar la jugada y ofrecerme otro conjunto de los que yo había escogido. Seguimos durante un rato, más bien breve, hasta que pise el peine y fije un precio por los dos conjuntos, ella me miró triunfadora, mientras mi Vicente Emparan particular negaba con la cabeza y me aseguraba que pude bajar más.

Una vez que puse el dinero en manos de la chica lo agitó y golpeó las perlas en repetidas ocasiones con los billetes. Es una costumbre común que presumo es para atraer las ventas, pues además en las vitrinas siempre hay billetes sobre las perlas.

Me sentí más segura y compré algunas cosas más, siempre dispuesta a bajar el precio al menos a la mitad de lo que me ofrecían.

 En mi camino vi a un estadounidense enfrascado en negociar un Rolex de perfecta imitación por unos 34 mil pesos filipinos (790 $ o 6.715 Bs). El hombre se notaba feliz, pero mi guía me explicó que podía haber pagado 300.

Entre unos amigos locales es famosa la historia de un americano adinerado que se adentró en los pasillos de Divisoria, otro mercado similar a Greenhills, y tras hora y media de duro regateo logró llevarse un Rolex de la mejor calidad de imitación por 8 mil pesos, (menos de 200 dólares).

Ganar en el mercado es equivalente a una puja agotadora, más psicológica que física, pero solo un movimiento de los ojos es capaz de mostrar que estás comenzando a flaquear y tu adversario -vendedor en este caso- ganará o, más simple aún, te irás sin el objeto que deseas.

 El arte de la negociación es uno delicado en estas tierras, dicen que los filipinos son de los más arteros y hay que cuidarse de ellos. Ganarles la jornada es un triunfo especial de la fuerza y el aguante y el premió, no solo es la pieza escogida, sino saber que la lidiaste hasta el final. Salí del mercado satisfecha con mi compra, pero me prometí volver pues, si uno tiene sangre de árabe, es un reto personal ganar una puja de regateo hasta que tu contendor se ofenda o sea él quien se agote.

lunes, 13 de febrero de 2012

Una tierra de dragones y santos y de torres y mangos






Junto a la tienda Prada y ante la intensa mirada de una modelo claramente occidental, ataviada con ropas negras, decenas de personas marchan al ritmo de los tambores de la fiesta de Sinalog. Es el segundo fin de semana de enero y cada quien lleva su imagen del santo en las manos: en unas se ve al niño recostado, en otras va de pie con los brazos extendidos. A veces luce su capa verde, otras roja con detalles dorados, casi siempre lleva su corona... Y es que así es Filipinas, los contrastes ocurren a tu alrededor sin que ni a la modelo del afiche en el centro comercial Greenbelt, ni a los fieles devotos católicos del Santo Niño (Sinalog) que hacen su procesión dentro del mall, les importe.
***

Más de un mes ha pasado desde que aterricé en esta tierra “del otro lado del mundo”. En mi expectativa pensaba que tantos rostros de ojos rasgados acabarían por hacerme sentir una extraña… No ha sido así, y aunque lo soy, mi mirada occidental, coincidente con el tamaño de mis ojos, trata cada vez con más esfuerzo de escudriñar hasta los rincones: ver y preguntar, porque aquí todo es contraste.

El día de mi llegada estaba junto a la torre de maletas con las que arribé a Manila: en una mirada hice el esfuerzo por resumir lo que veía, solo me vino a la mente la frase, algo reduccionista, de un buen amigo, fan de estas latitudes: “Filipinas es un país de chinos, conquistados por los españoles y que tienen sus creencias, pero hablan en inglés y tagalog”. Sin importar las grandes contradicciones que anunciaba esa afirmación, hay mucho de cierto en ella.

En un país de casi 100 millones de personas y un territorio que es la tercera parte del que tiene Venezuela, el principal transporte público son los jeepney, una especie de ruta troncal donde las personas van tan juntas y apiñadas como viven la mayoría de los filipinos. Pero el mayor atractivo de los jeepney son sus colores vivos –desde metalizados hasta morados- con sus mensajes como “Divino Niño” o “El Shadday”, o sus tableros repletos de peluches. Solo en las mejores zonas de Manila, Makati o Taguig, donde destacan las inmensas torres residenciales y de oficinas, y los centros financieros y comerciales, existe una línea de autobuses grandes, pero son más bien una excepción. En muchas esquinas y calles de la zona se ven los jeepney que circulan 24 horas por un pasaje mínimo de 8 pesos filipinos (18 centavos de dólar, o 1.500 Bs. calculados a dólar paralelo).

Además están los “tricycle passenger”, que no es otra cosa que una moto al que se la ha adherido un pequeña cabina en la que caben escasamente una persona, dos si va con un niño. Incluso hay “tricycles” que son apenas una bicicleta y al conductor le toca bregar con el pasajero por el duro tránsito de la ciudad. Allí el viaje cuesta 6 pesos (15 centavos de dólar o 1.100 Bs.)

Si algo se nota desde el primer momento es que los filipinos son muchos. Las grandes aglomeraciones, en los centros comerciales o los eventos, no molestan porque estar cerca siempre ha sido lo suyo. Los ascensores de un inmenso mall son una muestra: Una tarde iba en uno de ellos y la puerta se abrió: En mi ingenuidad occidental, marcada por el mal uso de grandes espacios, estaba segura de que no cabía nadie más… Una señora de tamaño mediano se abrió pasó con total naturalidad y, como si fuéramos una masa moldeable, pronto todos estuvimos ajustados unos a otros. Hicimos el viaje como familia y en silencio pero aquí, esa forma de estar cerca incluye un respeto que ni las mayores distancias occidentales pueden contemplar.

Mientras recorro las calles de Bonifacio Global City, la zona donde vivo, en ocasiones me descubro, ilícitamente, pescando en las conversaciones en tagalog de la gente que trabaja por acá. El tagalog está repleto de palabras en español y me he dado a la tarea de descubrirlas. Es un idioma donde muchas palabras terminan en “ng”, esa musicalidad se me hace agradable al oído. Pero uno de mis mayores placeres es escuchar una oración completa en medio de la cual dicen “pero” y otra vez una serie de palabras que no puedo entender. Entre mis hallazgos de palabras castellanas están: “novio”, “novia”, “derecho”, “piña”, “puta”, “tío”, “tía”, “mesa”, “silia” (no “silla”), “cuchara”, tenedor” y la conjunción adversativa “pero”. El tagalog más bien parece haber heredado palabras del castellano antiguo, pues para saludar se dice “Kamusta”. Pero otras cosas ocurren en tagalog: un nombre común para las mujeres es “Maricon”, de tal manera que uno trata de tragarse las risas al establecer el viaje de un idioma a otro. Además, es curioso que cuando los filipinos hablan entre ellos en inglés en lugar de decir “but” muchas veces usan “pero” como si se tratara de lo más natural del mundo.

Descubrir a Manila y Filipinas solo es posible palmo a palmo. Y es que aquí - como sospecho que ocurre en toda Asia- nunca puedes ver algo en una sola mirada porque necesitarías más ojos. Las cosas parece que se reorganizaran y cambiaran cada vez. Una de las plazas cercanas a casa es un lugar que ya me es familiar: Un día, para mi sorpresa, descubrí que los arbustos en forma de animales salvajes no tienen la cabeza de arbusto, en su lugar hay una cabeza de animal tallada en madera. Es que si hay algo que Asia no parece ser es minimalista, hay mucho de todo y muy junto.

A pesar de las más de 7.000 islas que integran el archipiélago, se trata de tres grandes zonas: Mindanao; Cebú, la isla a la que llegó Magallanes cargando con la imagen del Santo Niño como estandarte, que ahora veneran; y Luzón la isla donde está Manila, la capital. En busca de oportunidades de empleo la gente sale de Mindanao a Cebú, que también es cosmopolita, pero de allí suelen terminar en Manila, a la que los locales llaman Metro Manila.

El salario mínimo en Filipinas, y el que gana buena parte de la población, son 250 $ (2.125 Bs calculados a dólar paralelo). Pero si algo enamora de este país es el buen servicio que, a veces por esos ingresos, o solo porque sí, prestan los filipinos. En tono despectivo, los chinos dicen de los filipinos que “nacieron para servir”, pero viven en democracia.

Al tiempo que decenas de cuadrillas de obreros tabajan 24 horas en la construcción de las inmensas torres en Makati o Taguig, buena parte de la ciudad se pierde en estrechas callejas de zonas muy pobres conocidas como “squatters”. A orillas de quebradas la gente ha construido ranchos de madera y, tal como ocurre en Venezuela, en cuanto llueve mucho, se caen las casitas. Pero a pesar de las pobres condiciones, toda Manila es llana, así que más padecen por la falta de servicios –que se suelen robar- que por que las casas se vengan abajo.

Las islas del archipiélago fueron conocidas por los españoles como la “Perla de Asia” pues muchas perlas naturales se dan en estas tierras, y claro, ellos sacaron mucho provecho de eso. A finales del siglo XX los estadounidenses liberaron a Filipinas del colonialismo español, estuvieron más de 40 años en las islas y, años más tarde tuvieron que intervenir por una invasión de los japoneses. Aquí “los gringos” dejaron su “manera de hacer”: los grandes centros comerciales, la influencia de la comida americana, el criterio de consumo. Pero estamos en Asia y siempre lo harán a su manera, así que ponen ese toque multitudinario y al mismo tiempo hospitalario, del que carecen los estadounidenses.

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Frente al nacimiento de la pasada navidad, que duró hasta finales de enero en una de las plazas de Bonifacio Global City, pasaba el dragón amarillo y rojo de tres cuadras de largo. Era el homenaje al Año Nuevo Chino, el año del dragón y de los cambios. Aquí se cree en todo, y las culturas –como pasa cada vez más en todo el mundo- coexisten sin molestarse, salvo algunas excepciones islámicas. Pero en estas tierras las creencias parecen vivirse con más color, más arraigadas: una consecuencia de la conquista española es esa mezcla de lo local y lo foráneo. Quizás lo más parecido en nuestra tierra es el “catolicismo” de algunos venezolanos que, a todo descaro, se mezclan con la santería sin que al doble apostador de religiones le moleste la contradicción en ello.

Pero hasta aquellas comidas y frutas con las que crecí y he disfrutado toda una vida saben diferente en Filipinas. Cuando uno prueba un mango de esta tierra se pregunta: “¿será que Dios cuando hizo esta fruta estaría pensando en el amor? Este sabor dulce apiñado me hace pensar si estas chicas, a pesar de que su delgado físico y su mínima estatura no lo revelen, llevan este sabor dentro de sí, como dicen que lo hacen las latinas. Será ese dejo a mango en el paladar y esta tierra caliente de palmeras y soles, de chubascos y brisa marina, la que hace a las mujeres filipinas, como a su tierra, tan codiciadas para los extranjeros… Y uno se pregunta si ya ha caído bajo los efectos de ese embrujo.