viernes, 27 de abril de 2012

Más blancos, por favor


En el supermercado todas las chicas al servicio son casi idénticas: sus rostros blanquísimos de maquillaje contrastan con la piel tostada de sus brazos, mientras las pantimedias claras ocultan el tono real de sus piernas. Maquilladas a la perfección, pequeños aretes de perlas, labios rojos, sonrisa amigable, cabello recogido en un pequeño moño bajo. Casi siempre son, o parecen, muy claras de piel. El modelo de la chica cajera se reproduce en miles de vendedoras y meseras en tiendas y restaurantes de toda Filipinas.

En medio de esas sonrisas que le son tan comunes y que tanto dicen de su buena disposición de servicio, se esconden otras cosas. Toda sociedad tiene sus oscuridades, y no solo que uno de sus platos típicos sea el pato no nato. En este país buena parte de la gente es de piel morena, es un color canela que los hace diferentes en Asia, y para mi, les da su toque especial. Pero para un grupo importante de la población mientras más clara es la piel más hermoso se les considera. Además, la misma chica blanquísima suele ser también de talla pequeña.


Pero son las mestizas, como Georgina Wilson, las mujeres más bellas del archipiélago. Son hijas de la mezcla de una madre filipina y un padre que, casi siempre, es un estadounidense, uno de los cientos que suelen venir a esta tierra en busca de compañía amorosa, bien sea temporal o permanente. Las jóvenes que resultan de esa unión acaban, en su mayoría, en la televisión, en los shows, y las vallas publicitarias. Además de los ojos claros, tienen curvas, en un país de chicas delgadas cuya edad es imposible adivinar pues parecen menores.

Estrella canela

Dicen en Filipinas que ese racismo a la oriental fue lo q llevó a que Charice Pempengco, la joven filipina de 20 años, cuya voz extraordinaria ha sido una revelación en Estados Unidos, no ganara en su tierra el concurso más importante de canto, Little Big Star, un American Idol filipino. Su fenomenal arte se vio "opacado" por una poco encomiable valoración de sus coterráneos.


Charice se parece a muchas filipinas, es morena, baja de estatura, y aunque pequeña no es de la talla que se considera más hermosa. Su historia es de maltrato pues su mamá, su hermano y ella, que tenía apenas dos años, debieron huir de un padre que les golpeaba. Siguieron adelante mientras Charice se dedicó a cantar desde su infancia. Como a ella, a los filipinos les encanta la música y lo hacen muy bien. Charice asistió a más de 100 concursos de canto desde los 4 años y a los 17 alcanzó Little Big Star, fue descalificada pronto pero luego la hicieron volver y quedó de tercera. El ganador -un chico blanco y delgado- hoy debe soñar con la fama de Charice.

Pero en su caso se cumplió el dicho: “nadie es profeta en su tierra”. Charice fue descubierta por Oprah Winfrey cuando ya era un fenómeno en Internet. Luego de viajar a Estados Unidos se convirtió en la diva que es hoy. En una de las grandes avenidas de Manila veo un afiche gigante de su próximo concierto y me preguntó cómo será para ella volver a su tierra hecha una diosa musical, y qué pensarán sus coterráneos de su éxito.

A la sombra

Pero los filipinos están dispuestos a llevar su deseo de blancura a su genotipo, de alguna forma. La inmensa gama de productos cosméticos, desde jabones a cremas de todo tipo, incluyen blanqueadores. Además, decenas de tratamientos faciales y de belleza son ofrecidos con la opción del aclarado de la piel. Han ido más lejos aún: muchos optan por inyectarse una enzima, glutatión, que los locales aseguran que contribuye a que la piel se haga más clara.

En las calles de la ciudad, con un calor de más de 30 grados, decenas de chicas filipinas se apiñan bajo sus sombrillas caminando siempre por cualquier lugar que ofrezca un poco de cobijo del sol. En otras partes, como en las playas, muchos empleados de resorts parecen auténticos beduinos: cubren sus rostros con pañuelos, la cabeza con paños que parecen turbantes y camisas con mangas hasta las manos. Las mujeres pocas veces usan traje de baño que es sustituido por shorts y franelas, y, aunque una de las razones es que se sienten apenadas de mostrar su cuerpo, también es por protegerse del sol, bajo el cual permanecen el menor tiempo posible. Han intentado y siguen haciendo todo, todo para protegerse de ser más de su color.

viernes, 20 de abril de 2012

Una fe de la radicalidad a la tolerancia


Es apenas un chico de unos 16 años: delgado, desgarbado, con los ojos semiachinados, tan típicos en los filipinos, lleva jeans, tenis, y franela, y su Smartphone pende de su cuello en un llamativo estuche, a fin de cuentas es un adolescente más. Nos separan tres puestos de distancia en el Mc Donald´s, y veo en su actitud algo que llama mi atención. Mira su hamburguesa con evidentes deseos de atacarla a mordiscos, pero hace una mueca, cierra los ojos por un instante, y se persigna. La acción tiene un efecto reflejo entre los seis amigos que lo acompañan en la mesa. Creo que incluso en un lugar tan santo como el mismo Vaticano, ver a un grupo de adolescentes comunes mostrar ese fervor sería, por decir lo menos, una rareza.

Pero esto es Filipinas y aquí, en las más de 7 mil islas que integran el archipiélago, los feligreses se desbordan de las puertas de las iglesias a cada horario de la misa. Son como mareas de personas, las más creyentes que jamás he visto.

La fe de los filipinos está en cada esquina: muchos taxistas llevan un rosario colgado en el retrovisor, y al pasar frente a las puertas de las muchas iglesias de Manila, lo tocan y se persignan. En medio de uno de los centros comerciales más hermosos y cosmopolitas de la capital hay una iglesia a la que acuden decenas de fieles, antes, durante, o después de sus compras. Otro templo está en las propias entrañas de GreenHills, uno de los principales mercados de la ciudad.

Pero aquí la superficialidad que para muchos pueden significar los inmensos mall que hay por todo Metro Manila, para la Iglesia no son más que otro lugar en el cual asistir y acompañar a sus fieles. Recuerdo que un sábado caminaba por los pasillos repletos de gente de Glorietta, un mall, cuando en medio, en la zona destinada a los conciertos, veo un sacerdote dando una misa que se transmite, además, por inmensas pantallas y parlantes. En los pasillos la gente con sus bolsas estaba de rodillas a la hora de la eucaristía, mientras el resto seguía con sus compras.

Juntos para siempre

Filipinas es el único país del mundo donde no existe el divorcio, ni siquiera civil. Es un bastión que la Iglesia Católica se ha preocupado por mantener intocable. Incluso el actual Presidente del país ha dicho que durante su gestión no se discutirá el tema, aunque si cree que se deben incentivar programas de control de la natalidad.

Acá La infidelidad se paga con cárcel. Si la pareja se separa y alguno inicia una nueva relación pueden denunciarlo y esto lo llevara a prisión, mientras él o la consorte será impuesta de una caución para impedirle acercarse a su pareja. Separarse, si el matrimonio solo fue por civil, tiene un costo de unos 200 mil pesos filipinos (4650 $ o 39 millones de Bs. Calculados a dólar paralelo). Pero se requieren, además, varios testigos que den constancia de que el matrimonio fue bajo coacción.

Más que fervor

La Semana Santa es casi una obligación en el país para propios y extraños. Un día de la pasada Semana Mayor el mesonero de un restaurante me aseguró que no me podían dar una hamburguesa de carne Angus porque no se podía por la Semana Santa. Mi cara de perplejidad no hizo mella en su convicción de hacerme entrar por el camino del ayuno, como si su misión fuera colaborar en la salvación de mi alma y no en que me sintiera una feliz comensal.

El jueves santo simplemente la ciudad ha muerto: los locales y centros comerciales están cerrados, solo quedan abiertas algunas cadenas de restaurantes o tiendas de paso. Cerca de casa, en un boulevard, se instalaron las estaciones del Vía Crucis, pero este era interactivo: en una de ellas la gente podía dedicarse a tachonar clavos en unas maderas que emulaban la cruz -para sentirse, supongo, el malo de la historia-, en otra escribías algún mal que hubieras hecho a otra persona y más adelante, siempre que siguieras las estaciones, podías depositar  el papel en una caja y obtener perdón. En otro punto habían dispuesto unas cuatro cruces para que la gente hiciera un periplo con ella a cuestas y se dejaran fotografiar. La gente participaba como sí, efectivamente, estuvieran viviendo el dolor de la crucifixión... Y algunos lo hacen.

Quizás lo que mejor muestra el fervor -para mí rayando en fanatismo- es la actividad del viernes santo en la población de San Pedro de Cutud. Allí la gente se flagela hasta hacerse sangrar y "literalmente" se crucifica, con clavos y pender de la cruz incluidos. Esta Semana Santa fueron 31 filipinos que, pagando promesa y pidiendo por la seguridad alimentaria de su familia, decidieron hacerse clavar a un madero.

Me he preguntado, y le he consultado a mis amigos locales, qué hizo de diferente la colonización española en esta tierra para lograr este nivel de compromiso religioso que aún perdura. He buscado en los museos de la historia de Filipinas, pero ni los amigos ni la historia me han ofrecido una respuesta.  La colonización aquí fue violenta, de la misma manera que hizo España en todas las tierras que tomó. Más duro aún, decenas de veces y países de diferentes latitudes trataron de invadir y tomar el archipiélago a lo largo de más de 600 años de historia.

Aún así los filipinos, la mayoría de ellos, siguen pegados a sus cruces y a sus hábitos religiosos. Pero con esa misma fe conviven la aceptación plena, y sin condenas,  de la homosexualidad y transexualidad de sus habitantes; igual que la prostitución como estilo de vida para miles de mujeres filipinas que se comercian y establecen previos acuerdos a la llegada de clientes extranjeros, aún en páginas de internet.

Sin duda, este es un lugar de contrastes.