sábado, 11 de agosto de 2012

Una lluvia horizontal



Después de siete meses en Manila pensé que había llegado a comprender en buena medida a los filipinos y su geografía, pero apenas llegó julio vi que estaba equivocada: cuando comienzan las lluvias todo cambia... Un cielo gris se ha instalado como un techo aplastante sobre la isla de Luzón. Durante los pasados días soleados la gente se abrigaba bajo las sombrillas para proteger su piel en aras de mantenerla lo más clara posible, pero con la llegada de la temporada de tifones ese símbolo, casi estético, es remplazado por una lucha permanente con las lluvias y los vientos que destruyen los paraguas haciéndolos tomar las formas más insólitas.

Los filipinos son gente más bien menuda pero eso no es equivalente al temple que demuestran  para enfrentar, no una lluvia ocasional que pueda desatar una catástrofe en un país con 80% de pobreza y casi 100 millones de habitantes. Se trata de la certeza de que cada año decenas -como una perspectiva optimista- o cientos como suele ser, morirán cuando el archipiélago sea azotado como un velero en medio del mar.

 La primera alarma de tifón llegó una noche de domingo de julio, primero vimos los efectos y pronto entendimos de qué se trataba. La lluvia parecía venir en todas direcciones, las palmeras bailaban enloquecidas. Ese día lo único que quería era alejarme de la orilla del mar y llegar a la ciudad donde vivo, lejos de la costa y más bien alta (Metro Manila está integrada por distintas "ciudades" que para el caso son más bien urbanizaciones gobernadas cada una por un alcalde). Fue una lucha contra el viento: tomamos un taxi desesperadamente y en el camino pudimos ver como la gente peleaba para evitar que la brisa le arrancara los paraguas que, vale decir, en esos casos prestan una ridícula protección solo para la coronilla.

Cada alarma de tifón o lluvias extremas implican la suspensión de clases y, si es muy grave, de las actividades laborales del gobierno y a veces también de los privados. Pero cuando vives aquí ya no necesitas ver las noticias para saber que tan serio es el caso. Se te instala un detector de alarma de tifón en el cuerpo, se siente en la brisa que te empuja de la acera a la calzada y te impide caminar, o en la lluvia furiosa que pareciera correr horizontal por el terreno.

El sábado 4 de agosto comenzó de nuevo, pensamos que era lo de siempre y apenas un rato. 24 horas más tarde las palmeras parecían haberse resignado a mantener las hojas en una misma dirección, suspendieron las clases y las actividades. Siguió lloviendo. Una tormenta eléctrica decidió estacionarse sobre la isla, era la certeza de que el agua seguiría azotando. Ya para el lunes los ríos se habían desbordado, y a ratos parecía haber un apagón total, la fuerza de la lluvia hacía imposible ver las luces de la ciudad y ni siquiera el edificio de enfrente, el agua sonaba en los ventanales como granizo, golpeando y golpeando de nuevo. El miércoles hubo un respiro, pero a los lejos en las noches seguimos contemplando con temor la tormenta eléctrica. Si en Venezuela lloviera de esta manera en apenas unos días muy posiblemente habría cinco tragedias como la de Vargas en 1999.

Hasta el pasado miércoles 60% de Metro Manila estaba bajo las aguas, la gente cruzaba las calles a nado. Ha habido al menos 66 muertos en la capital y zonas aledañas, 2 millones de afectados y 300 mil damnificados están en refugios... Pero estamos apenas en agosto y los filipinos lo aceptan con resignación y estoicismo: Vuelven al trabajo, quienes perdieron su casa terminarán mudándose a otras zonas que colapsarán con una lluvia futura, la gente se apiña en los jeepneys para regresar a los trabajos pasando por donde se pueda, renuevan la colección de paraguas y siguen adelante. Aquí ni la muerte multitudinaria detiene el ritmo frenético de Asia. Es agosto y la temporada de tifones y tormentas llega cada año en julio y se queda hasta octubre.